sábado, 14 de abril de 2012

Ilustrar Nuestros Sermones: Todo un desafio


 
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Un conocido y reputado predicador escribio: 
Soy uno de esos que oigo predicar «desde el vientre de mi madre». Nací hijo de un gran expositor de la Palabra de Dios y, como consecuencia, cada predicador que he escuchado en mi vida siempre ha sido evaluado a las medidas de mi padre.
Nací en Cuba de padres misioneros. Mis primeros recuerdos son de mi padre, Elmer Thompson, predicando en el Tabernáculo Los Pinos Nuevos. Recuerdo de la manera en que subía al púlpito —su mismo porte demandaba silencio y atención. Aquellos eran días en que el respeto en la casa de Dios era requisito. Ese espíritu jocoso de hoy en día se consideraba irreverente y era reprendido. El templo representaba a Dios y, por ende, cuando entrábamos a la casa de Dios el temor del Sinaí caía sobre todos. Cuando mi padre subía al púlpito nadie dudaba de que Dios había enviado a su siervo para hablar en su lugar. Hasta la manera en que colocaba la Biblia sobre el púlpito (como objeto de gran reverencia) añadía a ese ambiente sobrio y santo.
Luego de abrir la Biblia, lo primero que hacía mi padre era levantar la vista. Esa mirada fija parecía absorber la congregación. Los ojos azules parecían poder penetrar instantáneamente hasta el fondo de cada alma, obligando a aquellos que habían pecado durante la semana a sonrojar o agachar la cabeza en vergüenza. Esa mirada, además, parecía demandar de cada individuo la debida reverencia y respeto durante todo el sermón. La mirada también era como una proclama de que había llegado el momento más trascendental de la semana: Dios estaba por hablar de su santa Palabra por medio de su siervo.
Fue el no hacerle caso a esa mirada que en un domingo inolvidable me busqué un reventón. Niño que era, con el refunfuñar del sermón me olvidé del lugar en que estaba y me bajé de la banca para jugar a los autos pretendidos. De inmediato oí del púlpito el anuncio de mi nombre. Volteé la cabeza para encontrar los ojos furiosos de mi padre. «Leslie, estamos en la casa de Dios», me dijo. «Siéntate tranquilo al lado de tu madre y escucha.» Pero el sermón era largo y mi memoria corta. De nuevo, soñadoramente, los autos y camiones se convirtieron en realidad y nuevamente abandoné mi asiento para usar la banca como carretera. Tan absorto estaba en mi juego que no me di cuenta de que papá había dejado de predicar. Fueron las suelas de sus zapatos acercándose a la banca que por fin que me sacaron de mi trance —muy, pero muy tarde. Con una mano me levantó. Me giró en posición boca abajo, mi posterior indefenso ahora expuesto a la otra mano. Allí mismo, con el público numeroso de testigo, me dio lo que siempre he recordado como «una “santa” paliza». Testifico que me sirvió de gran beneficio espiritual, ya que desde aquel día jamás he podido dormir en una iglesia, no importa lo aburrido de un sermón.
Como venía diciendo, la misma voz con que mi padre pronunciaba sus palabras —voz sonora y clara como de clarín— llamaban a ese acto especial y único de adoración pública. Desde la primera palabra hasta al sagrado «amén» al final, lo que se sentía y se oía desde aquel púlpito villaclareño eran los pronunciamientos del Dios de los cielos.
Han de haber habido muy pocos los domingos en que los asistentes saldrían de esos servicios con un sentido de desilusión, pues, a mi criterio, eran encuentros profundamente espirituales. Eran mensajes poderosos —ungidos poderosamente del Espíritu Santo. Ahora que también soy predicador y me encuentro en el deber de descifrar el texto sagrado, avaloro grandemente la manera brillante en que mi padre desenlosaba el texto bíblico. Sus mensajes siempre eran sencillos y claros, ocultando las muchas horas de preparación. Su proclamación era fluida y sus frases importantes puntualizadas con fuertes clamores. La aplicación del texto inescapable.
Pero también había un genio en su predicación que hacía sus sermones imborrables: ¡esas inolvidables ilustraciones! ¡Qué habilidad extraordinaria tenía papá para ilustrar! Tan precisas e interesantes eran que cuando uno las escuchaba sabía de inmediato no solo lo que el texto bíblico decía, pero cómo aplicar las verdades aprendidas al diario vivir.
Recuerdo un sermón que predicó basado en Hebreos 11:6: Y sin fe es imposible agradar a Dios, porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que él existe y que es galardonador de los que le buscan. Remachó papá la verdad del texto contando una experiencia que tuvo en los comienzos del seminario Los Pinos Nuevos. Los bancos en Cuba se habían quebrado y con esa quiebra papá había perdido todo el dinero que había acumulado para el comienzo del nuevo curso en septiembre. Ilustró la lucha de la fe, contando:
Cada día iba al correo. Esperaba que Dios supliera mi necesidad a través de un amigo en Norteamérica. Pero al apartado de correo 131 en Placetas no llegó ninguna carta. El día antes del comienzo de las clases fui una vez más, seguro de que ese día llegaría la carta esperada conteniendo el dinero en respuesta a mis oraciones. Que desalentado me sentí. No había carta. Todo lo que llegó fue un periódico cristiano de Moody en Chicago.
Me quejé a Dios en todo el regreso a mi casa. ¿Qué iba hacer para el comienzo del seminario el día siguiente? Llegué a la triste conclusión de que Dios me había fallado. Entonces, casi sin pensarlo, abrí el periódico que me había llegado. En la cubierta, impreso en letras grandes, estaba el texto: Vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad antes que vosotros le pidáis.
¡Qué reproche sentí! Mi fe estaba puesta en un amigo norteamericano, no en Dios. ¡Creía que en el correo estaría la respuesta a mi necesidad! Arrepentido, pedí de Dios perdón, y reposé mi necesidad en él. Qué bien dormí esa noche. Sabía que Dios todo lo tenía en control.
Ese primer día del curso comenzaron a llegar los estudiantes. Recuerdo que el primero llegó silvando un himno, su rostro lleno de alegría. Vino a saludarme y a contarme de la maravillosa manera en que Dios le había bendecido durante las vacaciones y de una iglesia nueva que había establecido. Luego del saludo, siguió hacia el dormitorio de jóvenes. De pronto se giró, diciendo, «Hermano Thompson, se me olvidó una cosa», y vino corriendo hacia mí. «Es una carta de una viuda del campo donde estaba trabajando». Me dio la carta y siguió en su camino.
Abrí la carta y ahí estaba todo lo que necesitaba para comenzar el curso. Esa viuda me enviaba una ofrenda de $200 dólares como agradecimiento por el joven de Los Pinos que llegó a donde ella vivía con el evangelio.
Les digo amigos, poned vuestra fe en Dios, no en el hombre ni en las circunstancias, pues vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad antes que vosotros le pidáis.
De las muchas cosas que aprendí de mi padre, una de las que más valoro —ya que como él también salí predicador— es la importancia de las buenas ilustraciones en un sermón. «Hijo —me decía— si quieres aprender a predicar para que el mundo te escuche, tienes que aprender el arte de ilustrar sermones.»
Mi esperanza es que en las páginas que siguen usted aprenda a valorar y emplear las herramientas y recursos brindados. Sobre todo, que se dé cuenta que toda persona puede aprender a ilustrar bien. A cada persona Dios ha dado dos cosas: (1) Su bendita Palabra y (2) las experiencias vividas. En la Biblia encontramos el mensaje que todo hombre necesita para vivir correctamente. La experiencia particular de cada persona le da abundante material para mostrar cómo ese mensaje transforma al ser humano. Lo que hace el buen predicador es armonizar estas dos fuentes. El desafío que presento en este libro es que al conocer el arte de ilustrar sermones aprendas a trazar bien la Palabra de Verdad.
Para obtener el libro completo en forma gratuita, escriba a:
Solicitando este material util para los ministros y predicadores itinerantes.

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